Con la excusa de que lo más importante es hacerse entender, muchas personas, entre las que hay profesionales universitarios, hacen caso omiso a cualquier recomendación sobre defectos de ortografía, pues consideran que pretender escribir con propiedad es una frivolidad o un complejo pequeño burgués, ante el que hay que tener cuidado para no contaminarse. A pesar de que hoy día, es justo reconocerlo, ha habido una mejora sustancial en la redacción profesional y no profesional, aún quedan escollos por superar.
Lo paradójico de esto es que son asuntos sumamente fáciles de asimilar, siempre que se tome conciencia de que para escribir medianamente bien, no se necesitan grandes conocimientos gramaticales, sino nociones elementales que se reciben en la educación primaria y se refuerzan en la secundaria y en la universidad. Además, es imprescindible tomar en cuenta que cualquier texto plagado de errores ortográficos desagrada y denuncia la escasa preparación de quien incurra en ellos. Los errores ortográficos, afirman algunas personas con cierta dosis de buen humor, son la versión escrita del mal aliento.
Informo de que la ausencia de la semana pasada en este espacio dedicado al español en los medios no se debió a fallas en la electricidad e Internet, como ocurre generalmente, sino a que no me dio tiempo de seleccionar el tema.
De los errores en la escritura y en la pronunciación he publicado muchos artículos a lo largo de los casi veinticinco años que me he dedicado a este asunto, y siempre he mantenido el criterio de que para evitarlos, es necesario admitir la debilidad ante ellos, y luego buscar y encontrar la manera de erradicarlos.
Para redactar medianamente aceptable, lo digo y lo sostengo, es indispensable conocer y reconocer las palabras por la índole de la entonación. Si alguien está en capacidad de saber cuándo una palabra es aguda, grave o esdrújula, y si además maneja con relativa facilidad los signos de puntuación, sin dudas que será poseedor de una escritura clara, y en la medida en que su dedicación se haga habitual, en esa misma medida adquirirá soltura y enriquecerá el repertorio de vocablos, sin necesidad de emplear un lenguaje rebuscado. Para tal propósito no es necesario ser individuo de número de la Real Academia Española.
En la actualidad, con el surgimiento de las llamadas redes sociales, se escribe y se lee cualquier cantidad de errores, que yo prefiero llamar impropiedades. Algunos tratan de justificar sus fallas, amparados en el falso criterio según el cual, lo más importante es que el mensaje sea entendido. Y si alguien les comenta que incurrió en tal o cual error, enseguida apelan a la ya trillada e insolente frase: “Lo importante es que me entendiste”.
Lo lamentable es que quienes más incurren en esos despropósitos son personas cuya profesión les impone la obligación moral de exhibir una escritura impecable. Muchos periodistas, educadores, abogados, médicos e ingenieros, entre otros profesionales, con contadas y honrosas excepciones que se distinguen fácilmente, incurren de manera asombrosa en faltas de tilde, de signos de puntuación y de reglas elementales, lo cual deja en evidencia el desconocimiento de algo que debieron aprender durante su formación.
De la amplia gama de impropiedades mencionadas, también forman parte el mal uso del gerundio, el uso de palabras con significados diferentes de los que registran los diccionarios, omisión de la tilde, el abuso con las letras mayúsculas y otras impropiedades de las que están plagadas las redes sociales, pues ante la crisis de los medios impresos, son el recurso comunicativo más usado.
A todas esas, no tengo ningún temor de afirmar que sí importa escribir sin errores, pues la ortografía es la base del lenguaje y es “el principio de una comunicación correcta”. La ortografía y la redacción son la combinación perfecta para escribir adecuadamente, y por eso es fundamental manejarlas con facilidad, sin temor de ser señalado de padecer el “síndrome de pedantería gramatical”, que algunos con pretensión de sicólogos o siquiatras han definido como “trastorno obsesivo, compulsivo, en el que los individuos sienten la necesidad de corregir cualquier error gramatical”.
No sé si la anterior definición tenga base científica; pero lo cierto es que muchos la usan para justificar sus debilidades ortográficas y gramaticales. Me parece que atribuirle eso a alguien que se preocupe por el buen decir, es una pasión traidora de los que no pueden deshacerse de fallas de ortografía
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